Carta abierta al hombre que se quedó con mi departamento de Nueva York

Querido hombre que se quedó con mi departamento de Nueva York:

No te rompas la cabeza tratando de recordar el momento de nuestro primer encuentro porque no nos conocemos formalmente. O más bien, tú no me conoces a mí. Olvida el formalmente: nuestra relación, o más bien, mi relación contigo, es meramente unilateral (e informal) (y probablemente ilegal).

No me avergüenzo de decir esto: te espío. Me instalo en la acera de enfrente del edificio blanco que está en la esquina de Prince y MacDougal que antes que ser tuyo fue mío y miro fijamente hacia tu ventana. No lo hago muy seguido por aquello de que tengo que tomar un avión a Nueva York cada vez que quiero analizar le decoración de tu departamento. No tienes de qué preocuparte –o emocionarte-: no me interesa verte ni desnudo ni vestido. Así que antes de reportarme a la policía -o de invitarme a tomar una copa-, te pido me resuelvas una duda que me está matando: ¿por qué las cortinas negras? Más importante aún: ¿por qué siempre están cerradas?

¿Tienes idea de lo difícil que es conseguir un departamento en Nueva York con tanta luz natural? ¿Estás consciente de la joya que tienes? Y no importa qué tan viejo y mal cuidado esté el edificio: cuando miras a la calle, te olvidas de las cucarachas y de la calefacción que se descompone en pleno invierno y de las marcas de humedad en el techo (pregúntale a los dueños del deli de la planta baja sobre el día en que casi dan por perdido todo el pasillo de abarrotes por culpa del militar inglés del tercer piso que dejó el agua de la tina corriendo, se quedó dormido, e inundó medio edificio).

Location, location, location. Los cafés de MacDougal Street. Los comercios de Prince. La calle como pasarela de gente diversa. La vagabunda china que hace pruebas de maquillaje en plena banqueta. El vecino que siempre se viste como si se acabara de bajar de un velero. El viejito –y quizás el único republicano de la zona- que usa a su perro para romper el hielo y expresarle a la gente su opinión sobre Obama (¡comunista! ¡musulmán! ¡extranjero!). El cajero del turno nocturno del deli coreano que por cada dólar que te da de cambio, grita “¡one million dollars!”. La dueña de la casa/invernadero que todos los días sale –guantes de jardinería y tenis de corredora- a recoger la basura de la colonia. Y así podría continuar enumerando personajes hasta que el Internet pase de moda. Personajes que no tendrás la dicha de conocer mientras sigas viviendo en la oscuridad.

Si abrieras esas cortinas horrorosas que tienes, o mejor, si hubieras conservado las persianas que dejamos cuando nos fuimos, verías la luz que poco a poco va llenando el departamento cuando amanece. En las tardes, el sol entra por las ventanas del oeste mientras destella todos los colores del atardecer. El reflejo de las persianas sobre la pared pinta líneas rectas que la mascota familiar perseguía en su búsqueda constante de calor. Los árboles del parque* disimulan los ruidos de la Sexta Avenida y hacen dibujos con sus sombras. En las noches despejadas, si te asomas por las ventanas que dan a MacDougal Street, puedes ver la punta del Empire State iluminado. Suena a cursilería turística, pero en seis años que viví ahí, nunca me dejó de emocionar. En invierno puedes ver la nieve que se acumula en las escaleras de incendio afuera de la recámara. Y en otoño, las hojas secas se quedan atoradas en las ventanas. Noté que no has quitado el calcetín de la escalera de incendio. Nunca lo movimos por desidia. Espero que tú tampoco lo hagas: ya es parte del paisaje.

Recuerdo aquellos días de verano, recién llegados a la ciudad, cuando Aquel Señor dejaba lagunas de sudor sobre el piso y esparcía su olor a hombre mientras instalaba las persianas que tú quitaste. Bajó tres kilos en el proceso. Valió la pena: eran las persianas más bonitas del edificio. Nadie se imaginaba su origen (la esquina del sótano de Bed, Bath and Beyond), ni el material del que estaban hechas (plástico que se hacía pasar por madera pintada de blanco), ni su precio (“mercancía en liquidación”). Hasta un arquitecto nos las floreó. Y no quiero parecer exagerada pero sospecho que éramos tema de conversación. Imagino a los vecinos, en la cola para el baño de su oficina, presumiendo a sus compañeros de trabajo que los del 2F compran sus persianas de porcelana china en el séptimo piso de Bergdorf Goodman.

Un día de invierno vaciamos el departamento y nos fuimos para siempre. Dejamos las llaves junto al refrigerador. Y las persianas puestas. Ilusos…

 

Nota de un tercero: la autora de este blog se disculpa por no concluir esta carta. Actualmente se encuentra detenida por la policía de la Ciudad de Nueva York (NYPD). Cargos en su contra: invasión de propiedad privada y daños materiales. Se rumora que estaba instalando una persianas blancas de porcelana china de la Dinastía Ming en propiedad ajena. Sudó tanto, tanto, que inundó el pasillo de frutas y verduras del deli de la planta baja. De no haber sido por eso, hoy la autora estaría libre. Y el departamento 2F vería la luz nuevamente.

 

*El parque no es técnicamente un parque -aunque tenga árboles y vagabundos apropiándose de la bancas-. Pero en un afán romántico que confundió a todos aquellos amigos que llegaron por primera vez buscando el edificio blanco junto al parque (“¿cuál parque?”), Aquel Señor y yo lo bautizamos como tal y así se quedó en nuestra memoria.

6 comentarios en “Carta abierta al hombre que se quedó con mi departamento de Nueva York

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