El gato del tío Jacobo

(Este relato está basado en hechos reales. Los nombres de los personajes han sido cambiados. O quizás no.)

El diagnóstico

-Tienes un gato en el abdomen.

El tío Jacobo casi se cae de pompas al escuchar el diagnóstico.  Por suerte lo detuvo Chuy, la asistente del médico, que en ese preciso momento había entrado al consultorio a preguntar si el doctor prefería la cochinita en tacos o en torta. “Siéntese, licenciado.”  Chuy le acercó una silla, pero el tío Jacobo se negó: traía puesta una camisa de corte slim fit que le impedía sentarse cómodamente y además temía sacarle un ojo a alguien por culpa de un botonazo. Por eso se quedó parado cuando el Doctor Ridó –que es su primo y el mejor pediatra del país- le explicó los resultados de sus últimos estudios.  

Un gato en el abdomen… No se trataba de un término médico: la imagen del ultrasonido era clarísima.  El gato se encontraba entre el intestino grueso y el delgado, completamente estirado y en posición transversal.  Era tan largo que ocupaba toda la cintura del tío, o lo que debió de haber sido su cintura en algún momento de su vida.  Si es que alguna vez tuvo cintura. 

El primer sentimiento que experimentó fue de alivio: no tenía mal cuerpo; simplemente tenía un gato atorado.  Tantos lunes de dieta, tantos kilómetros recorridos en bicicleta, y tantas galletas hechas a base del superalimento del momento que prometían resaltar los cuadritos del abdomen (hasta ahora ausentes): todo fue en vano.  Pero nada de eso importaba ya: ¡al fin encontraba la causa de sus lonjas!  Cuánta tranquilidad sintió.  La tía Martha María de Guadalupe, en cambio, tenía muchas preguntas, tres para ser precisos: 

-¿Por qué, por qué, por qué?  

El Doctor Ridó ignoraba la causa, así que, en lugar de investigar en la literatura médica, se inventó una explicación que sonara más o menos convincente: un virus, una alergia, y por supuesto, la contaminación.  Esas tres cosas combinadas habían provocado la presencia de un felino en el organismo del paciente.  El tío no cuestionó la explicación de su primo.  La tía reflexionó en voz alta.  Tantas cosas cobraron sentido: los paseos nocturnos, los maullidos en sus noches de pasión (siempre le habían parecido extraños, pero con el tiempo había aprendido a aceptar las excentricidades de su marido), el deterioro de su swing en el golf (la culpa la tenía la lonja que le estorbaba).  La tía concluyó que el tío se estaba mimetizando con su parásito.

El doctor recomendó una cesárea para sacar al animal.  El tío Jacobo pidió una segunda opinión… a su almohada.  Y la almohada, que no era una almohada común y corriente sino una almohada de plumas hipoalergénicas, dijo que lo más sensato sería ignorar la situación.  (Y una almohada así de fina no puede más que dar opiniones educadas.)  Pero la tía Martha María de Guadalupe no estuvo de acuerdo con la almohada, a pesar de que ella misma la había elegido en las Noches Palacio junto con una funda de 5000 hilos de algodón egipcio.  ¿Cómo alguien podía seguir viviendo con normalidad sabiendo que un animal peludo de inteligencia superior habitaba su cuerpo?  ¿Cómo harían el amor sabiendo que no eran dos sino tres? 

El parto

El gato salió vivo.  Gritaba como sea que griten los felinos y se aferraba al cuerpo del tío Jacobo.  El animal no conocía otra cosa que no fuera el interior de esa lonja; el mundo de afuera se sentía frío en comparación.  Y luego estaba la cuestión del espacio: ¿qué iba a hacer con tanto espacio?  ¿Moverse?  Ni que fuera un gato común y corriente.  El tío Jacobo lloró.  Mientras su familia celebraba el fin de la lonja y un futuro como modelo de ropa interior, el tío reflexionó sobre las exigencias de la sociedad: ¿quién definía lo que era un buen cuerpo?  ¿Acaso no era un precepto cultural?  Y ahora que tenía “buen cuerpo”, ¿por qué se sentía tan vacío?  ¿No era esto lo que siempre había soñado?  Ser la portada de la revista Playgirl.  ¿Existe todavía la Playgirl?  Da igual.  ¡Era flaco!  Un licenciado convertido en modelo y el orgullo de sus parientes.  Tenía que alegrarse y así lo hizo. 

De pronto, algo extraño ocurrió en el hospital.  Gritos.  Sangre.  Un doctor desmayado.  Un equipo de cinco veterinarios.  Más sangre.  Un ginecólogo rezando.  Luces.  Vista borrosa.  Negro.  Negro.  Canción de cuna.  Miau.  Silencio. 

El retorno

Cuando el tío Jacobo despertó, el gato había vuelto a su panza y la lonja seguía ahí.  Su cuerpo no soportó estar lejos de su peludo habitante y entró en estado de shock.  Los médicos lo intentaron todo hasta que entendieron que humano y felino eran uno sólo y que intentar separarlos había sido una aberración. 

La nueva realidad

El tío Jacobo aprendió a vivir con la certeza de que un gato habitaba su lonja.  (Más bien el gato era su lonja.)  Ahora los güisquis iban acompañados de Purina.  Al menos era Purina de hígado: era casi como estar en París. 

La tía Martha María de Guadalupe, en cambio, nunca lo superó.  Para desahogar su coraje se deshizo de la almohada: la asesinó a cuchillazos y después tiró los restos al fondo de un río.  Todo esto mientras su marido ronroneaba abrazado a su lonja. 

Fin.

De brujas y anguilas eléctricas

Salem, Massachusetts, 1993. Espero sentada en una banca del parque a que mi mamá salga de la tienda del Salem Witch Museum. No sé cuánto tiempo lleva allí adentro, pero me parece que ha pasado una eternidad. Mi papá y yo vemos a la gente pasar mientras platicamos. Creo que estamos criticando a los otros turistas, pero no me hagan mucho caso: la memoria es engañosa.  Hace unas semanas cumplí años mientras pasaba el verano en un campamento para niñas. Después de casi dos meses sin vernos, mis papás han ido por mí y ahora recorremos el noreste de Estados Unidos en coche. Tengo once años, he pasado siete semanas sola y encima me he tenido que comunicar en un idioma que no es mi lengua materna. Creo que estoy lista para conocer la respuesta a la pregunta que llevo toda mi vida elaborando.

-Papá, ¿mi mamá es bruja?

*

Unos días antes en el acuario de Boston vemos una anguila eléctrica. Me parece genial: entra y sale de su cueva mientras nos observa con sus diminutos ojos negros. Afuera de su pecera hay una mano marcada en la pared junto a un panel de diez foquitos y una leyenda que va así: “la anguila eléctrica genera la suficiente electricidad para prender un millón* de foquitos como estos. ¿Cuántos puedes prender tú?” (*No recuerdo la cantidad exacta de foquitos, pero son un chorro.) Pongo mi mano sobre la marca de la pared: prendo un foquito. Mi papá prende dos. Mi mamá: diez foquitos. Un señor desconocido prende dos foquitos. Otro señor: un foquito. Una niña: tres foquitos. Mi mamá: todos los foquitos. Un niño: un foquito. Mi mamá: ¡todos! Poco a poco la pecera de la anguila se va rodeando de gente, pero nadie viene a ver al animal sino a la señora que genera la cantidad de electricidad suficiente para prender diez foquitos. Mi mamá pone y quita la mano de la pared ante el asombro de la multitud. Por un momento pienso que los foquitos explotarán como en una película de ciencia ficción y que mi mamá saldrá disparada por los pasillos del acuario.  

¿Quién es este ser místico al que llamo “madre”?

*

En la banca del parque mi papá suelta una carcajada y me asegura que mi mamá no es bruja. Siento alivio. ¿De veras siento alivio?

*

Hace unos días le llamé por teléfono a mi mamá para hablar de la foto que encontré donde aparecemos nosotras dos afuera del museo de Salem. Me intriga la bolsa de papel que aparece en la foto. La imagino llena de pociones, libros de hechizos, una bola de cristal y un manual para volar en escoba. ¿Qué tanto hacías adentro de la tienda? ¿Por qué tardaste tanto? Su respuesta me decepciona: dice que seguramente estaba viendo libros de cocina ayurvédica, de chakras y demás temas que hoy están de moda pero que en ese entonces no tanto. No quiero escuchar más. Luego recuerdo que la memoria es engañosa y decido crear mi propia versión: mi mamá es bruja y ese día fue a una convención secreta con sus amigas en el sótano de la librería del museo. Hablaron de conjuros, vieron el futuro y platicaron con gatitos milenarios. Mi papá lo sabía, pero aquel día me dijo lo que él creía que yo necesitaba escuchar. Hoy el mundo arde, y yo necesito fantasía. 

*

Cucharitas

Tengo dos cucharas con ojos. Las encontré en la sala después de que los seres chiquitos de la casa hicieron manualidades. Llevan toda la cuarentena haciendo proyectos con basura, y estas cucharitas son uno de tantos proyectos que eventualmente acabarán… en la basura. Por supuesto que las cucharitas no conocen ni su origen ni su destino. Y yo no se los diré: para qué herir más sus sentimientos. Utilizo la palabra “más” porque, a decir verdad, ya se ven bastante acabadas. Eso sí se los dije. O más bien se los pregunté: ¿por qué se ven tan acabadas, cucharitas? ¿No se supone que los seres chiquitos las hicieron con amor? Para su corta vida (tan solo unos días), las cucharitas tienen mucha sabiduría: me dijeron que el mundo está lleno de niños que no son producto del amor. Sentí pena por ellas. Cucharita 1 me miró con un gesto de resignación. Cucharita 2 no me miró porque es bizca. ¿Qué pasó con tu pelo? A Cucharita 2 le salen cinco estambres de color rosa por detrás de la cabeza. Envidio su color. (Recuerdo que hace dos meses intenté pintarme el pelo de rosa pastel. Le avisé a todas mis amigas. Les prometí fotografías. Perdí mi tiempo: lo único que se pintó fue la toalla blanca que ya no es blanca.) Si Cucharita 2 pudiera verse en un espejo se vería calva, porque los cinco estambres que tiene por pelo le salen de la nuca. Quizás por eso Cucharita 2 me contestó que no sabe a qué pelo me refiero. También me dijo que, si las escuelas no abren pronto, se le van a terminar por caer hasta los rayones negros de plumón que tiene en la frente. ¿Y los ojos colapsados de Cucharita 1? ¿A qué se deben? A tantas horas de videoconferencias. Cucharita 1 lleva tantos días viendo la computadora sin descanso que ya no distingue entre la realidad y las pantallas. El pelo blanco es causa de un envejecimiento híperprematuro y los bigotes disimulan la ausencia de sonrisa. ¿Por qué no se abrazan, cucharitas? ¿De qué les sirven esos brazos tan largos? Cucharitas se sorprenden ante mi pregunta: no tenían idea de la existencia de sus extremidades, y de cualquier manera no saben abrazar porque llevan toda su corta vida en una pandemia en la que se prohíbe el contacto físico. 

(Y es aquí donde termino mi entrevista y pienso que quizás es momento de que las cucharitas conozcan la verdad sobre sus orígenes. Esta vida de pseudopersonas con problemas reales no es para ellas.)