Fue una casualidad lo tuyo y lo mío. Un azar del destino toparnos en Nueva York. Te vi de esquina a esquina, en la calle 100, en un changarro tricolor: entre los anaqueles de Bimbo y los productos La Lechera. Un poster descolorido de la Selección adornaba la ventana. ¿Y a quién le importan los adornos de la tienda? Te has de preguntar. A mí. A mí me importan porque allí, entre mangos petacones y guayabas semipodridas exclamé: ¡qué bonita, nuestra Selección Nacional! A mí. A mí que me importa un pepino el fútbol. He ahí los estragos del exilio: extrañar cosas que de otra manera uno no extrañaría, como los uniformes de las meseras de Sanborns, las botargas del Doctor Simi, la mirada periférica de Elba Esther, o el servicio a la comunidad del Canal 5 (¿es que acaso todavía existe eso?) interrumpiendo mi caricatura favorita. Todo eso está bien. El problema es cuando empiezo a interesarme por los partidos de la Selección Nacional. Es entonces cuando sé que es hora de volver a la tierra que me vio nacer, aunque sea un ratito nomás. Pero como por el momento yo no puedo salir de este país, me conformo contigo. No te sientas mal. Tú eres muy especial. ¿Me creerías si te digo que se me cayeron los ojos cuando te vi? ¿Que los caché con las palmas y me los puse otra vez? ¿Que mi baba ocasionó un charco en el piso del changarro que luego tuve que trapear? ¿Que floté? ¿Que mis pies se elevaron unos centímetros del suelo, causando el horror de la dependienta -por aquello de que no fuera a ser yo un espíritu del mal? Te digo que lo tuyo y lo mío fue amor del bueno, queso Oaxaca.
Media libra, pesaste. 0.22679618 kilogramos. Cinco desayunos. Diez quesadillas. Cuatro ataques nocturnos de ansiedad. Lo bueno de a poquito se disfruta más, me dijo la encargada, también conocida como la peor vendedora del mundo. Tú no te acuerdas, pero era yo la más feliz de la línea roja del metro. Nadie podría imaginar que entre mis manos, adentro de esa bolsa de plástico empañada, iba la cosa más hermosa del mundo: una bola imperfecta, suavecita y chorreante. Una esfera pachoncita con aroma a México. Eras mío y de nadie más. O eso creí, hasta que Aquel Señor* osó llamarme y decirme, con tintes de reclamo: no te acabes el queso. ¿No te acabes el queso? ¡Qué descaro! ¡Qué vergüenza! Él, que tiene la dicha de viajar a nuestra tierra todas las semanas, de gozar sus nopales y sus salsas naturales. ¿Cómo se atreve? Yo que tantos planes tenía para ti y para mí: un paseo por la cocina, una visita a la tele, y una cena romántica a la luz del refrigerador.
¿Y ahora qué voy a hacer con estas ganas que te tengo? Te me antojas en mis noches de insomnio, en mis mañanas de mal humor y en mis tardes de ansiedad. Me muero por olerte, tocarte y desmenuzarte hasta dejarte en trocitos. Añoro tus cachitos jugosos y el resabio que vas dejando en mi paladar. Cierro los ojos y te imagino derretido, postrado en una tortilla y cubierto de salsa verde, o roja, o chipotle –todas te quedan bien. Pero no me queda más que abrir el refrigerador, posarme frente a ti, y extraviarme en la contemplación de tus formas delicadas y decadentes que tejen tiras infinitas de sabor. La luz blanca te va bien. Ahí, entre los jugos V8 y el sixpack de Sapporo, te ves hermoso. Sin embargo, te verías más hermoso en mis manos, que te llevarían lentamente hacia mi boca, donde mi lengua succionaría tus jugos mientras recorres los escondites de mi paladar. ¡Mmh! Mis cuerdas vocales lanzarían gemidos de placer mientras cierro los ojos. Te mordería, suavemente para no lastimarte, y luego te lanzaría a lo más profundo de mi estómago. Te digo que lo tuyo y lo mío es deseo del bueno, queso Oaxaca.
Qué triste para ti, pasar la vida en un refrigerador, esperando a que llegue un desconocido al que poco le importa el arte de enamorar a un queso. Qué triste para mí, tenerte tan cerca y no poder acabar contigo hasta quedar sin aliento. Y qué fiaca volver a la calle 100. Que me disculpe Aquel Señor. Esta noche serás mío, queso Oaxaca.
Nota de un tercero: Aquel Señor regresó antes de lo planeado, y, sin mucha vergüenza y con poca delicadeza, devoró lo que quedaba del queso Oaxaca. Hasta el día de hoy, la autora no ha podido perdonarlo. Tampoco ha tenido la fuerza para volver a la calle 100 a buscar otro queso.
*Aquel Señor: aquel que comparte mi cama, mi chequera, y, sólo en casos de emergencia, mi cepillo de dientes.