Por si acaso

Creo que tengo con la escritura la misma relación que tienen con Dios los ateos que están por morir y empiezan a rezar. Sabemos que no sirve para nada, pero lo hacemos, por si acaso termina sirviendo para algo.

Tamara Tenembaum, Todas nuestras maldiciones de cumplieron

Ayer escuché una historia sobre poetas japoneses que escriben haikus, los ponen adentro de una botella, y los avientan al río.

Hace tiempo que tengo ganas de volver a subir mis textos a este espacio. Innumerables veces me he preguntado si vale la pena tener un blog en el año 2023. Parece que lo de hoy son los newsletters (boletines informativos, según el traductor) o alguna otra cosa que incluya una coreografía. Pero a mí siempre me ha gustado lo retro. O quizás ya me estoy haciendo grande. Y ahora vivo en una isla y tengo ganas de aventar botellitas al mar.

Mi isla es el Reino Unido. Islas, en plural. Mi familia y yo queríamos una aventura y se nos ocurrió Londres porque tiene un clima envidiable y porque podemos comer papas todos los días como si fuera la Segunda Guerra Mundial.

A veces la gente me pregunta cómo estoy y cómo me va en mi nueva vida, pero no sé si lo hacen por convivir o porque realmente quieren que platique a detalle en cuántos intentos pasé el examen práctico de manejo, o qué porcentaje de mi ropa es a prueba de agua. Así que en lugar de aburrir a esas personas por mensajitos de texto las aburriré por aquí. Y de paso usaré esta plataforma como herramienta de experimentación con la pluma. El resto de las redes sociales me tiene un poco harta.

Más que atea, me considero una agnóstica de este oficio.

Esto no es un poema.

Fuuum. Avienta la botella al Támesis.  

Querido blog…

Naciste de la desesperación, de la búsqueda de un remedio para superar la tristeza provocada por mi exilio semi voluntario. Más semi que voluntario por aquello de que, por órdenes del gobierno de Obama, no podría yo salir de mi país de residencia por los siguientes tres o cuatro o cinco meses, o qué se yo cuántos -ya perdí la cuenta. Cosas de rutina: un análisis exhaustivo de mi inexistente récord criminal y una larga fila de aspirantes a la residencia permanente en el país de las hamburguesas. Culpo a Bin Laden, y a los soviéticos, y a los supervillanos de la saga de James Bond por tratar de destruir la cuna del capitalismo y convertir mi proceso migratorio en una odisea de proporciones dantescas. Porque de no ser por eso, mi Green Card, esa tarjetita que te da acceso a la fila rápida de migración en los aeropuertos, hubiera estado lista en tres a cinco días libres y no en tres a cinco meses libres.

En mi encierro, le rogué pedí a la abogada encargada de mi caso que me ayudara a salir del país. Pero yo creo que esa mujer es un robot sin sentimientos pues no consideró que “tristeza profunda” fuera motivo suficiente para pedir una excepción al gobierno. En un acto puramente latino, invité a mi mamá a quedarse conmigo hasta el final de los tiempos, en mi cama, en el espacio que –por motivos laborales- Aquel Señor* había dejado temporalmente vacío. Pero mi mamá no es ninguna desocupada, y después de dos felices semanas me abandonó. Fue entonces cuando enloquecí: me obsesioné con un queso, le escribí una carta a un objeto inanimado, y abrí este blog con la esperanza de convertir mi desolación en creatividad. Pero nada es permanente, y la tristeza que me invadía se vio opacada por la inesperada aparición de mi Green Card y la esperadísima llegada de la nueva mascota familiar.

A ti, blog, te puse en una canastita bien arropadito y te dejé en un escalón. Te abandoné, pues. A ti y a mis dos lectores**. Perdóname.

Muchas aguas han pasado bajo mis puentes desde el momento de tu creación. Decía Gertrude Stein que Estados Unidos era su país y París era su hogar. Yo encontré mi lugar en Nueva York. Iba por dos años, o tres, como mucho. Me quedé seis. Y me hubiera quedado para siempre. O hasta que la isla quedara sumergida en el agua de los polos descongelados y yo me hundiera con ella como el capitán del Titanic murió aferrado al timón de su crucero.

Hoy reclamo mis derechos de maternidad desde el país que me vio nacer. Espero que no me hayas olvidado y me vuelvas a llamar “mamá”. Yo, por mi parte, prometo mantener intacta tu esencia: los cuentos del exilio que iba a relatar desde Nueva York, ahora los escribiré desde México. O desde donde me encuentre. Porque soy una desubicada. Y los desubicados vivimos en un exilio perene.

 

*Aquel Señor: Aquel que comparte mi cama, mi chequera, y, sólo en casos de emergencia, mi cepillo de dientes.

**Mis dos lectores: Catón tiene cuatro. Yo también tengo cuatro -mis papás, Aquel Señor, y mi terapeuta-, sólo que nunca me leen al mismo tiempo, así que en realidad son dos, y ni siquiera tengo la certeza de que siempre me lean.

Querido queso Oaxaca (historia de un triángulo amoroso)

Fue una casualidad lo tuyo y lo mío. Un azar del destino toparnos en Nueva York. Te vi de esquina a esquina, en la calle 100, en un changarro tricolor: entre los anaqueles de Bimbo y los productos La Lechera. Un poster descolorido de la Selección adornaba la ventana. ¿Y a quién le importan los adornos de la tienda? Te has de preguntar. A mí. A mí me importan porque allí, entre mangos petacones y guayabas semipodridas exclamé: ¡qué bonita, nuestra Selección Nacional! A mí. A mí que me importa un pepino el fútbol. He ahí los estragos del exilio: extrañar cosas que de otra manera uno no extrañaría, como los uniformes de las meseras de Sanborns, las botargas del Doctor Simi, la mirada periférica de Elba Esther, o el servicio a la comunidad del Canal 5 (¿es que acaso todavía existe eso?) interrumpiendo mi caricatura favorita. Todo eso está bien. El problema es cuando empiezo a interesarme por los partidos de la Selección Nacional. Es entonces cuando sé que es hora de volver a la tierra que me vio nacer, aunque sea un ratito nomás. Pero como por el momento yo no puedo salir de este país, me conformo contigo. No te sientas mal. Tú eres muy especial. ¿Me creerías si te digo que se me cayeron los ojos cuando te vi? ¿Que los caché con las palmas y me los puse otra vez? ¿Que mi baba ocasionó un charco en el piso del changarro que luego tuve que trapear? ¿Que floté? ¿Que mis pies se elevaron unos centímetros del suelo, causando el horror de la dependienta -por aquello de que no fuera a ser yo un espíritu del mal? Te digo que lo tuyo y lo mío fue amor del bueno, queso Oaxaca.

Media libra, pesaste. 0.22679618 kilogramos. Cinco desayunos. Diez quesadillas. Cuatro ataques nocturnos de ansiedad. Lo bueno de a poquito se disfruta más, me dijo la encargada, también conocida como la peor vendedora del mundo. Tú no te acuerdas, pero era yo la más feliz de la línea roja del metro. Nadie podría imaginar que entre mis manos, adentro de esa bolsa de plástico empañada, iba la cosa más hermosa del mundo: una bola imperfecta, suavecita y chorreante. Una esfera pachoncita con aroma a México. Eras mío y de nadie más. O eso creí, hasta que Aquel Señor* osó llamarme y decirme, con tintes de reclamo: no te acabes el queso. ¿No te acabes el queso? ¡Qué descaro! ¡Qué vergüenza! Él, que tiene la dicha de viajar a nuestra tierra todas las semanas, de gozar sus nopales y sus salsas naturales. ¿Cómo se atreve? Yo que tantos planes tenía para ti y para mí: un paseo por la cocina, una visita a la tele, y una cena romántica a la luz del refrigerador.

¿Y ahora qué voy a hacer con estas ganas que te tengo? Te me antojas en mis noches de insomnio, en mis mañanas de mal humor y en mis tardes de ansiedad. Me muero por olerte, tocarte y desmenuzarte hasta dejarte en trocitos. Añoro tus cachitos jugosos y el resabio que vas dejando en mi paladar. Cierro los ojos y te imagino derretido, postrado en una tortilla y cubierto de salsa verde, o roja, o chipotle –todas te quedan bien. Pero no me queda más que abrir el refrigerador, posarme frente a ti, y extraviarme en la contemplación de tus formas delicadas y decadentes que tejen tiras infinitas de sabor. La luz blanca te va bien. Ahí, entre los jugos V8 y el sixpack de Sapporo, te ves hermoso. Sin embargo, te verías más hermoso en mis manos, que te llevarían lentamente hacia mi boca, donde mi lengua succionaría tus jugos mientras recorres los escondites de mi paladar. ¡Mmh! Mis cuerdas vocales lanzarían gemidos de placer mientras cierro los ojos. Te mordería, suavemente para no lastimarte, y luego te lanzaría a lo más profundo de mi estómago. Te digo que lo tuyo y lo mío es deseo del bueno, queso Oaxaca.

Qué triste para ti, pasar la vida en un refrigerador, esperando a que llegue un desconocido al que poco le importa el arte de enamorar a un queso. Qué triste para mí, tenerte tan cerca y no poder acabar contigo hasta quedar sin aliento. Y qué fiaca volver a la calle 100. Que me disculpe Aquel Señor. Esta noche serás mío, queso Oaxaca.

Nota de un tercero: Aquel Señor regresó antes de lo planeado, y, sin mucha vergüenza y con poca delicadeza, devoró lo que quedaba del queso Oaxaca. Hasta el día de hoy, la autora no ha podido perdonarlo. Tampoco ha tenido la fuerza para volver a la calle 100 a buscar otro queso.

*Aquel Señor: aquel que comparte mi cama, mi chequera, y, sólo en casos de emergencia, mi cepillo de dientes.