
1.
Soñé que entraba al baño y nadie me seguía. Nadie. Ni siquiera la mascota (que por alguna extraña razón piensa que el escusado es el lugar ideal para jugar a la pelota). Tuvo que ser un sueño porque de otra manera pensaría que todos están muertos. Después de unos minutos gloriosos de silencio, un ruido algo anormal interrumpió mi estado zen: era el escusado que se había convertido en una cascada de agua pura. Busqué una explicación lógica a ese fenómeno. ¿Un terremoto? ¿El consumo accidental de drogas psicotrópicas? O mejor: mi práctica esporádica de la meditación me había llevado por fin a la iluminación y ello querría decir que soy un prodigio del control de la mente. He ahí la teoría ganadora.
El agua caía con fuerza. Ignoro de dónde venía ni a dónde iba, pero qué importan los detalles cuando has alcanzado el estado más elevado del espíritu. De pronto, un sonido aterrador me hizo saltar. Venía de afuera del baño. “¡Mamá!” Cuatro manos diminutas golpeaban la puerta de vidrio templado. No respires, te van a escuchar, pensé. “¡Mamá!” Alcancé a ver una muñeca desnuda por debajo de la puerta. Alguien le había arrancado una pierna. Un rostro se acercó a la puerta y el vidrio se llenó de baba. El terror se apoderó de mí. Estudié mis opciones. La ventana era demasiado pequeña. Y salir caminando por la puerta significaría sacrificar el secreto de mi paradero que dudo fuera secreto pero que aún así no estaba dispuesta a arriesgar. Consideré llamar a los bomberos y simular un incendio como distracción para escapar, pero quién sabe cuánto tiempo tardarían en llegar y para entonces las manos diminutas ya habrían tirado la puerta. ¿Qué hacer, entonces? Algunas personas se van por cigarros; yo me aventé de clavado por un escusado ahora cascada, o por una cascada antes escusado. Fue algo hermoso. Más que adrenalina, sentí libertad. ¿Y qué es la libertad? Libertad es sentarse en el escusado a estudiar las memorias de Porfirio Díaz (sepan que son muy largas y muy densas) sin que nadie te interrumpa ni te cuestione.
Mientras caía hasta el fondo de -quiero pensar que no se trataba de las tuberías sino de un tobogán previamente desinfectado y esterilizado siguiendo los más estrictos protocolos de limpieza- leí el directorio telefónico de China y la biografía de Richard Nixon. Vi la filmografía completa de Alfred Hitchcock y aprendí a hablar mixteco. Reflexioné sobre la grieta de la pared e imaginé un sinfín de historias para justificar al vecino que juega básquetbol todos los días a las diez de noche. Me corté las uñas, me tomé una bebida caliente, me hice caireles, pensé en la palabra caireles y la busqué en el diccionario de las palabras de antaño. Organicé el botiquín de medicinas por orden alfabético, hice 15 abdominales, memoricé un poema en náhuatl y calculé el valor de un billete de 100 trillones de dólares de Zimbabue según la hiperinflación del país en ese preciso momento. Son fascinantes los alcances de la mente ininterrumpida.
También pensé en mi familia. ¿Cuánto tiempo tardarían en notar mi ausencia? Las mijitas, esos seres ávidos de atención constante por parte de su madre, se darían cuenta al instante. Ellas perciben hasta las ausencias de mi mente. La mascota se sentiría inquieta, pero la mascota siempre se siente inquieta. Justin Trudeau (antes Aquel Señor), en cambio, llegaría a la casa a continuar con su rutina nocturna: atacar refrigerador, pasear mascota, ponerse pijama, lavarse dientes, gritar “¡vente a la cama, mi amor!”, leer obsesiones del momento (comida, inteligencia artificial, Donald Trump), poner ruido blanco, colocar antifaz de seda (también) blanco, adoptar posición de ultratumba, dormir, roncar, sonambulear, gritar “¡nos atacan!”, dormir. Varios días tendrían que transcurrir para que el disco duro del primer ministro -alertado por la constante y perseverante repetición de “¿dónde está mi mamá?”- percibiera un cambio. Entonces, y solo entonces, sería el acabose. A diferencia de la inteligencia artificial, que está hecha para aprender de los cambios de su entorno, la mente de Trudeau se desprogramaría por completo al advertir que el orden previamente establecido ha sido violado. Aunque pensándolo bien, todos los habitantes de este inmueble -salvo el primer ministro, por supuesto- vivimos en un constante incumplimiento del orden preestablecido. Así que es un misterio cómo sobrevive el sistema operativo de ese señor, porque entre los decretos del Dedo Dictatorial y los cambios de humor de la Mijita B cada que un monstruo hambriento o somnoliento toma posesión de su ser, todo es un descontrol. Y ahora, encima de todo, me voy yo por el escusado.
No sabría decirles cómo es que regresé o si regresé porque claramente se trataba de un sueño y últimamente hasta mis sueños son interrumpidos bruscamente por algún ser minúsculo con cuerdas vocales de alcances operáticos.
2.
Cuando desperté, me encontré convertida, no en un insecto, pero sí en una ballena, encallada y rodeada de seres marinos y ultramarinos e imposibilitada de todo movimiento. Esto, mis lectores imaginarios, es la historia de todas las mañanas de mi vida. Así que la próxima vez que alguien pregunte a dónde voy y por qué tardo y qué tanto hago ahí adentro, diré que estoy conspirando para salvar al mundo de la amenaza del déficit de atención provocado por la migración en masa de las neuronas (ignoro a dónde migran). Y, por supuesto, también diré que estoy salvando a las ballenas jorobadas.
3.
Según Wikipedia, el Banco de la Reserva de Zimbabue dejó de emitir billetes en el año 2009. Esto quiere decir que en mi clavado al escusado también viajé al pasado.
(Imagen superior: mi familia, por Dr. Seuss)