Pinky promise o En busca de las neuronas perdidas

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Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que escribí que tengo la sospecha certeza de que me he quedado sin mis dos lectores. Mis padres ya no me preguntan cuándo volveré a escribir, mi terapeuta me dio de alta en contra de mi voluntad, y Aquel Señor vive en un planeta lejano que la NASA ha catalogado como “allá donde radican las mentes brillantes y estresadas”. Y no es que yo no sepa sumar, pero estas cuatro personas arriba mencionadas nunca me leyeron al mismo tiempo ni por convicción, así que en realidad contaban como dos.

¿Qué hago aquí, entonces? Hice una promesa. No hubo sangre ni baba, pero la sellamos con el dedo chiquito de la mano y ahora no me queda de otra más que revivir este blog y perder nuevamente el miedo al ridículo. Todo por culpa de una nueva amiga con una capacidad infinita para decir estupideces. A mis lectores ahora imaginarios, sepan que no les haré más promesas.

Ya nada es lo mismo desde la última vez que publiqué. Creo que los blogs pasaron de moda. También los signos de puntuación. Y los textos en general. Pero la palabra escrita es todo lo que mi alma conoce para expresarse, y tengo algunas cosas que decir. Excepto la palabra “alma”. Esa no la volveré a usar jamás y menos de esta forma tan melodramática.

¿Qué ha pasado con los personajes de este universo llamado ostritadelamar?

El dedo dictatorial creció. Sigue siendo dictatorial pero como ahora habla una lengua que reconocemos, ya no necesita hacer uso de su dedo fascista. Hay un nuevo miembro en la familia desde hace poco más de dos años que llegó a revolucionar nuestro concepto de paz -ahora inexistente. Se le conoce como la aspiradora chiquita, el duende, o la Mijita B. Le hemos puesto Mijita B porque el título de Mijita A ya estaba ocupado por el dedo dictatorial. Aquel Señor ostenta nuevos apodos por culpa de una antigua foto donde aparece de espaldas y alguien ingenuamente creyó que yo me había casado con el primer ministro de Canadá. También ostenta nuevas canas que pueden ser o no ser por mi culpa. La mascota familiar sigue vigente. La piñata que vivía en la lavandería ha pasado a mejor vida. Mi amor por el queso Oaxaca se desvaneció. Mi antigua residencia en Nueva York sigue habitando al enemigo de la luz. Y el resto de los personajes irán apareciendo en los textos subsecuentes.

Llevo cinco años sin dormir -seis, si contamos el embarazo que no es precisamente mi estado ideal (ignoro cuál es el estado ideal de la mujer). Así que a todos aquellos enemigos de la prudencia que desde el día del nacimiento de Mijita A empezaron a preguntar si ya duerme toda la noche, les tengo una respuesta actualizada: no. Y no sólo eso: temo que mi conteo de neuronas se ha reducido significativamente. Para mi fortuna, las ausencias prolongadas de la mente del primer ministro Trudeau le han impedido darse cuenta del declive de mi inteligencia.

Este blog empezó como un relato desde el exilio. Ha fungido como desahogo del caos maternal, como terapia matrimonial, como laboratorio de ideas incoherentes, y como medicina para la nostalgia. Venga, pues, una nueva etapa. A ver si en el camino recupero alguna neurona.

(Imagen superior: la autora en busca de sus neuronas, por el Dedo Dictatorial)

Ideas inconexas sobre la nada

A veces me siento a escribir y no escribo. No es falta de inspiración. La inspiración no existe; existen los pretextos. El alcohol ayuda, pero entonces mi hígado reclamaría, por no mencionar a mis parientes y a los padres de familia del kínder… ¿Qué diría el hígado de Hemingway si hablara? Probablemente estaría imposibilitado y al borde del estupor y la coma. ¿Y el hígado de Capote? Ha de haber sido simpatiquísimo. Pero entre la copa y la coca, quién sabe si harían sentido sus palabras.

A veces me siento a garabatear y termino pintando monitos. Entonces me pregunto por qué escribo. O para qué. Tecleo cosas sin sentido. Luego veo el botón de publicar y me duele el estómago. Pienso en mis dos lectores y los imagino desnudos, a ver si así se me quita la pena. Luego recuerdo que mis dos lectores son mis papás y se me sube el estómago a la garganta y me digo a mí misma que mis padres nunca se quitan la ropa ni para bañarse y que yo nací por generación espontánea.

Quería escribir sobre Nueva York, sobre el colchón inflable que nos acompañó a Aquel Señor y a mí en la última noche que pasamos allá, sobre la banca del parque donde nunca grabamos nuestros nombres, sobre todos los amigos que se fueron y despedimos uno por uno en karaokes coreanos hasta que nos tocó irnos a nosotros, sobre el día en que Cate me nombró ciudadana honoraria de Nueva York, sobre Cate, sobre las galletas que Jessica y yo comimos encima del colchón, sobre la tarde que Luca y Clara fueron a cocinarme una pasta al ragú porque estaba yo muy triste y así se quitan las penas los italianos. No sé si estoy lista para escribir sobre Nueva York. Pero tengo miedo de olvidar.

Quería escribir sobre el silencio, sobre el encanto de bucear, sobre el espacio, sobre las noches que pasé sumergida en la alberca imaginando cómo se sentiría el dedo dictatorial adentro de mi panza, sobre la posibilidad de vivir en una casa arriba del mar para poder saltar al agua cada que un parlanchín me aturda (gritaría “¡un delfín!” y daría por terminada la conversación), sobre el placer que me causa ver dormir al dedo dictatorial con sus cachetes inflados y sus brazos a la altura de la cabeza como si estuviera tomando el sol en algún destino turístico, sobre la última canción que canté con Kiko y que ya no recuerdo.

Quería escribir sobre tantas cosas. Quizás este texto sea un índice. Quizás no. Ya veremos. Nos leemos la próxima semana.