Kombuchas

La primera vez que él despertó gritando, ella lo zapeó. Él ya le había advertido sobre sus terrores nocturnos. Incluso le había hecho algunas sugerencias para tranquilizarlo: una caricia en la espalda, un abrazo y hasta una canción de cuna. Sin embargo, nada te prepara para los alaridos de un hombre aterrorizado a la mitad de la noche por culpa de fuerzas invisibles.

—¡Nos atacan! ¡Nos atacan! 

Ella buscó a los atacantes sin éxito mientras él abofeteaba enemigos etéreos. Ella consideró zapearlo de nuevo a ver si así lo sacaba de ese trance. Intuyó que quizás no sería prudente: era su primera noche viviendo juntos y no quería quedarse sin compañero de pandemia, aunque ese compañero requiriera un exorcista. Un zape era más que suficiente. 

Lo observó como quien hace un estudio antropológico, hasta que finalmente se le pasó y se quedó dormido. La mañana siguiente transcurrió como si nada. Nadie habló del incidente. Él no recordaba nada. Ella hubiera querido olvidarlo todo. Pero ¿cómo borrar de su mente el recuerdo de su novio en pleno combate sobre la cama, en calzones y con los ojos abiertos pero viendo para adentro? Y no, no hay ningún elemento sexual en esta escena. 

La segunda noche fue ella quien despertó gritando. En un gesto puramente amoroso, él había atravesado la cama king size y la había abrazado mientras los dos dormían. Ella sintió el calor de su aliento en descomposición. Era como si tuviera un animal muerto en la panza, y eso la asustó. Por un instante pensó que su novio había muerto y que ella tendría que encargarse de todos los arreglos funerarios en plena emergencia sanitaria y sin siquiera conocer a su familia. 

Como él no lograba calmarla, la pellizcó. Ella lo arañó. Él gritó. Era como una película de terror mal lograda. Los vecinos llamaron a la policía, pero todo el mundo sabe que reportar un episodio de violencia es un acto meramente simbólico. Cuando los dos al fin se quedaron dormidos, la policía no había llegado. La policía nunca llega. 

Al día siguiente ella tomó un taller exprés de YouTube para hacer kombucha, esa bebida fermentada y ácida tan de moda. Había escuchado a los hípsters del barrio hablar sobre las propiedades casi mágicas de aquel néctar milenario. Y a pesar de que no existen suficientes ensayos clínicos que apoyen o rechacen los beneficios de su ingesta, recordemos que el año de la gran pandemia fue también el año del auge de las pseudociencias y las fake news. Pensó: “si logro reestablecer la flora intestinal de este hombre, entonces el mal aliento y los terrores nocturnos desparecerán para siempre”. 

No sucedió. La kombucha le pareció una misión tan complicada como cuidar de una mascota (finalmente se trataba de seres microscópicos cuya muerte había que evitar bajo un estricto control de los niveles de pH de la mezcla). O quizás fue desidia. Pero nunca la terminó, y el frasco con microorganismos quedó en el rincón de los proyectos potenciales, ahí junto a los tenis de correr y a la masa madre. Varias semanas pasaron. Varios meses, incluso. ­Despertares nocturnos que se sincronizaron. Si es verdad que todas las parejas terminan pareciéndose, el encierro aceleró el proceso (las pesadillas y los gritos resultaron contagiosos). Así que ahora despertaban los dos. Y todas las noches era Halloween en la colonia Condesa. 

Dicen en el barrio que un buen día los policías llegaron. Para entonces ya había terminado la pandemia. Ya no había nadie en el edificio: los vecinos se habían hartado y habían abandonado sus hogares. Sólo un departamento seguía habitado: el de los protagonistas de esta historia. Y no solo ellos lo habitaban. Según el reporte policial, una colonia de hongos y bacterias de aspecto gelatinoso había invadido el lugar. Estafilococos, tifus, paratifus, difteria… El olor a ácidos fermentados era penetrante. Parecía un campo de batalla. No se veía nada más que microorganismos que ya no tenían nada de micro: habían crecido exponencialmente. 

Los policías no supieron qué hacer, así que llamaron a los bomberos. Los bomberos llamaron a la Guardia Nacional. La Guardia Nacional llamó a la Secretaría de Salud. Y la Secretaría de Salud llamó al subsecretario Hugo López-Gatell, quien inmediatamente ordenó llenar el lugar de tapetes sanitizantes [sic]. Cinco minutos después, el inmueble estaba limpio y los tapetes habían regresado al Museo Nacional de la Pandemia para ser admirados y estudiados por décadas como una genialidad de las ciencias alternativas.  

A los protagonistas los encontraron en la cama. A primeras vistas, las autoridades pensaron que estaban muertos. Pero al acercarse a ellos, los funcionarios se dieron cuenta de que respiraban: dormían plácidamente y de sus bocas emanaba un olor a rosas. 

(Inspirado en hechos reales. Imagen superior: The New Yorker)