Mi abuelita era genial

La risa es la culpable de que esta foto salga movida.

Mi abuelita Cacó era una presencia tan constante en mi vida que a veces olvidaba que era un ser mortal. No soy la única: las mijitas ayer me pidieron llamarla, y yo les tuve que recordar que hace una semana había muerto. Quizás todas las abuelas deberían de ser inmortales. A falta de una receta para la vida eterna, hice una lista de datos sobre ella, sin ningún orden en particular, porque no quiero olvidar. 

Uno de los primeros recuerdos que tengo de mi abuelita es de su cabeza azul a través de la ventana del vochito blanco que ella manejaba. Si hiciera un cómic inspirado en su vida, esa imagen sería la portada. 

En mi adolescencia, mi abuelita y yo pactamos coleccionar recortes de revistas de nuestros “celebrity crushes”. Era la era pre-Google images y una foto de tu celebridad favorita era un tesoro no tan fácil de encontrar. Ella cumplió su promesa: me entregó varios folders con imágenes de Leonardo DiCaprio. Yo intenté ser recíproca pero nunca encontré una sola fotografía de José Luis Rodríguez, “El Puma”. 

Todos mis cumpleaños era la primera en llamarme. Antes de decirme cualquier cosa, ponía una grabación muy antigua de Las Mañanitas. La ponía completa. Este año fue la excepción: una diferencia de siete horas y una insuficiente recepción de señal en la isla donde me encontraba impidió nuestra tradicional llamada. Así que me mandó un video de un organillero tocando Las Mañanitas. Es la última conversación que tuve con ella en Whatsapp

Cuando de niña me quedaba a hacer pijamada en su casa, mi abuelita tapaba con una toalla su cuadro de la Mona Lisa para que yo pudiera dormir. Me daba pavor la mirada de esa mujer.    

Siempre guardaba Gansitos en el refrigerador para sus nietos.

Amaba a los perros. Y creo que todos los perros la amaban a ella. Su urna guarda sus cenizas y las de su última mascota. Si la iglesia donde yacerán los restos de mi abuelita pregunta, digan que esto es mentira, que esa urna solo contiene restos humanos. 

Su ciudad favorita era Nueva York, y en 2011 me acompañó a mi ceremonia de graduación de maestría en Yankee Stadium. Tenía 87 años. 

Era fanática del pan y del pan dulce. Su pastel favorito era de Sanborns, de esos que tienen capas de mermelada y que a mi parecer son asquerosos. En sus últimos días en este mundo pedía refresco, nunca agua. 

Tocaba la guitarra, pero sólo le conocí una canción: Anillo de bodas. Escribía poesía. Siempre estaba leyendo. Uno de los últimos libros que leyó (o releyó, quizás) fue El Quijote. Le tomó tanto tiempo terminarlo que cada vez que yo la llamaba le preguntaba en qué página iba. Creó que tardó un mes en acabar el prólogo. Mi abuelita no leía; mi abuelita estudiaba. 

Tenía la risa más contagiosa que he conocido. La forma más efectiva de sacarle una carcajada era molestándola: su sentido del humor le impedía enojarse. 

No se le daba la cocina, pero su tortilla de patatas fue mi favorita durante toda mi infancia -probablemente porque era la única tortilla que yo conocía. Me hubiera gustado decirle esto en su cara. Era mi persona favorita para molestar. 

Otra forma de hacer reír a mi abuelita era platicar de Mr. Bean. Podíamos pasar horas describiendo escenas de la serie británica, muchas veces sin poder terminar una oración de tanta risa que nos causaba. 

Vivía en un edificio junto al Periférico y cada vez que pasábamos por ahí, le llamábamos desde el coche y ella salía a la ventana a saludarnos. Esta tradición se acabó cuando construyeron los distribuidores viales y segundos pisos: las columnas nos estorbaron. 

En la era pre-iPhone, siempre traía una cámara en su bolsa. Y cada vez que veía a una persona famosa, se tomaba foto con ella. Yo me quise morir de la vergüenza cuando me pidió que la acompañara a saludar a Paulina Rubio en un restaurante, pero la cantante no solo no se molestó por la interrupción, sino que terminó platicando con ella y echándole piropos. Y así con todas las celebridades que se topó: a todos les parecía que mi abuelita era encantadora.

Ponía su árbol de Navidad con mucho tiempo de anticipación. Pero ella no lo decoraba: nos invitaba a sus nietos a hacerlo. Al final sólo quedamos los más chiquitos: mi primo Fernando y yo. Hasta que crecimos y se terminó la tradición. De esos días queda una manzana de unicel mordida por Fernando -era una de las tantas travesuras que hacía. No sé por qué, pero mi abuelita nunca la tiró, y la manzana mordida adornó su árbol hasta la última Navidad. 

Tomaba clases de computación. Tenía cuenta de Twitter y de Facebook. La gente la llamaba “la abuelita de Twitter”. 

Todas las Navidades regalaba pantuflas a los adultos. A veces hasta dos pares por persona. También regalaba lociones, pero las pantuflas eran su especialidad. Tanto que se convirtió en chiste y motivo para molestarla. Y ahora, en vez de flores, quisiera llevarle pantuflas a su cripta. El problema es que ya no tengo quién me aconseje dónde comprar las más bonitas. 

Mi abuelita tenía tantos amigos, de todas las edades, que no sabía dónde los iba a meter a todos el día de su fiesta de cumpleaños. 

Le faltaron trece meses exactos para cumplir cien años. Murió dieciocho días después que Elizabeth II de Inglaterra. “Le ganaste a la reina, ya viviste más que ella”, le dije en nuestra penúltima conversación telefónica -que más que conversación era una especie de monólogo donde yo alargaba el tiempo con cualquier cosa que me viniera a la mente. Las despedidas no son lo mío.

Si alguno de mis dos lectores tiene una anécdota con Cacó (o Margarita, o “tu abuelita” -como muchos años pensé que se llamaba), los invito a compartirla en los comentarios. 

Imagen: extracto de un cuaderno de Cacó.

Algodón de azúcar

para Cacó

La cabeza de mi abuelita parece un algodón de azúcar.

Desde que tengo memoria mi abuelita tiene el pelo azul. Durante mucho tiempo creí que se trataba de un efecto no deseado de su champú para las canas, pero ahora sé que lo hizo por gusto. Empezó en los años sesenta o setenta -ya ni ella sabe- y así lleva más de cinco décadas. ¿Por qué pintarse de güera como todas las señoras cuando podía tener el pelo azul? También lo ha tenido morado y rosa, pero el azul es el más constante. Más que un azul intenso como un personaje de anime, es un azul pálido y deslavado. 

Una ventaja del pelo azul es que siempre he podido encontrar a mi abuelita entre la multitud. No es muy alta pero el crepé le suma unos cuantos centímetros. Cuando me acompañó al festival de la escuela, fue genial decirles a mis amigas de la primaria que mi abuelita era la mujer de pelo azul. 

Nunca he visto a mi abuelita despeinada. Y eso que he dormido muchas veces en su casa. No sé cómo lo hace. Quizás mi abuelita es un personaje de caricatura de esos que siempre se ven iguales.

El champú azul de mi abuelita se llama Fanci-Fool. Es un juego de palabras que significa algo así como ¿tonta elegante? ¿ingenua elegante? Elegante es, sin duda. Tonta, nada.  

Hay un debate sobre el color de ojos de mi abuelita. Mi papá dice que son verdes, a veces azules. Mi tía me mandó tres fotos en donde se le ven de tres tonos diferentes: verdes, azules y grises. Supongo que no hay debate, entonces. Sus ojos dependen del color de su ropa, de la luz, y de su estado de ánimo. Ayer la vi muy triste: sus ojos se veían casi transparentes.

Los ojos de mi abuelita son como los anillos que nos regalaban en la infancia y que cambiaban de color según tu humor. 

Según un estudio preliminar del Centro de Investigación del Dolor de la Universidad de Pittsburgh en Estados Unidos, las mujeres caucásicas de ojos claros parecen tolerar el dolor y la angustia mejor que las que tienen ojos color marrón. También sufren menos ansiedad después del parto y menores tasas de depresión. La muestra del estudio fue de apenas 58 mujeres. 

Mi abuelita quedó huérfana muy joven. A los cuarenta y tantos quedó viuda. Y a los ochenta y tantos vio a su hijo morir. Si sus ojos fueran cafés, ¿hubiera sufrido más? Vaya estupidez. Si aquel estudio de la Universidad de Pittsburgh tuviera un patrocinador, seguro sería un producto de nombre Fool (así nomás, sin el Fancy/Fanci).  

Cuando le conté a mi abuelita que tengo ganas de pintarme el pelo rosa, me dijo “¡hazlo! Yo una época lo hice y fui muy feliz”. 

Mi abuelita es una mujer adelantada a su época. 

Recuerdo que cuando yo era niña, había algodones de azúcar azules y rosas. Últimamente solo veo algodones rosas en las calles. El único azul es la cabeza de mi abuelita. 

Flores para Olga

Dice Jazmina Barrera en Cuaderno de faros que «morir en el mar tiene algo de sagrado». Mi abuela no murió en el mar, pero sus restos ahí descansan. Creo que también hay algo de sagrado en ello. Tengo las coordenadas exactas del lugar donde dejamos caer sus cenizas contenidas en una cripta biodegradable y subacuática. Pero me gusta pensar que si aviento un ramo de flores en el Océano Índico, la corriente las hará viajar hasta la costa de Guerrero en el Pacífico. No importa en qué parte del mundo me encuentre: siempre le puedo llevar flores a mi abuela.

(Imagen superior: mi abuela en Acapulco con su papá y dos de sus hijos)